Respuesta de congelación: cuando el estrés y el miedo nos bloquean
La respuesta de congelación es una forma de reaccionar del cerebro ante situaciones de amenaza extrema. Son experiencias en las que damos por sentado que no hay salida, que no ha opción de escape y que carecemos de estrategias para defendernos ante ese peligro. Pocas vivencias pueden ser más estresantes a la vez que traumáticas.
Podríamos dar múltiples ejemplos sobre este respuesta psicobiológica, pero todos ellos describen vivencias de elevada dureza. Puede que a alguno de nosotros nos hayan atracado alguna vez. Vernos de pronto amenazados con un arma puede bloquearnos e impedir que demos algún tipo de respuesta. Ni siquiera gritar. El miedo nos paraliza y la mente es incapaz de reaccionar.
Más tarde, cuando pasan unos días, es común preguntarnos por qué no actuamos de algún modo. Esto es algo que experimentan muchas víctimas de agresiones sexuales. Tiempo después de esa vivencia terrible, suele emerger el sentimiento de culpa, la rabia, el remordimiento y hasta la vergüenza por no haber peleado o huido.
¿Qué es la respuesta de congelación
La mayoría de nosotros tenemos integrada en la mente la idea de que el ser humano reacciona siempre del mismo modo ante un peligro o amenaza: huye o se pelea. Desconocemos que, en realidad, el cerebro también hace uso de otro mecanismo, y no es otro que el de la respuesta de congelación.
Se trata de un tipo de comportamiento altamente complejo en el que la no actuación, la no autodefensa ni huida es la opción más valida. Así, el que esto suceda y la persona procese que no hay opción alguna de reaccionar ante ese riesgo inminente pone en marcha una serie de sofisticados procesos psicológicos.
La mente se disocia, el tiempo se relativiza y el miedo de pronto desaparece como en un chasquido. Como en un extraño truco de magia.
Analizamos con detalle en qué consiste la respuesta de congelación para entenderlo mucho mejor.
La respuesta del estrés agudo orientado a la supervivencia
La frase “luchar o huir” fue acuñada por el fisiólogo Walter K. Cannon en 1927. Con esta expresión, buscaba describir los comportamientos clave que emiten el ser humano y los animales ante un contexto de amenaza percibida. Así, y como bien podemos imaginar, lo que ansiamos todos nosotros cuando nos vemos ante un peligro es sobrevivir y para lograrlo, el cerebro lleva a cabo una serie de evaluaciones.
Una vez que vemos y procesamos esa amenaza, experimentamos una respuesta de estrés agudo. En el caso de que la mente nos diga que podemos derrotar ese foco adverso, lo que sucederá entonces es que el sistema nervioso empezará a liberar adrenalina. Esa hormona nos ayudará a pelear, a luchar contra ese elemento hostil.
Ahora bien, si esa fuerza antagónica es superior a nosotros, entonces activaremos la segunda opción: huir. Esa respuesta también se ejecuta gracias a toda una serie de hormonas y bioquímicos que llevarán oxígeno y nutrientes a los músculos para que escapemos.
Por último, nos queda una tercera opción. Un comportamiento habitual que el doctor Cannon no tuvo en cuenta a principios del siglo XX. La respuesta de congelación sucede cuando el cerebro toma conciencia en cuestión de milisegundos de que no hay salida. No es posible pelear ni escapar. Entonces, se activa una respuesta autoparalizante.
La respuesta de congelación y la mente disociada
La respuesta de congelación, aunque no lo creamos, también facilita la supervivencia. Muchos animales la usan porque con la parálisis simulan estar muertos y esto les ofrece una oportunidad inteligente para pasar desapercibidos. También para poder huir cautelosamente cuando el depredador está despistado.
Asimismo, la no reacción pone en marcha múltiples cambios a nivel fisiológico y emocional. Son muchas las personas que, por ejemplo, al ser atacadas por un perro, el cerebro impulsa a esa parálisis en la que la mente se disocia. Y lo hace como mecanismo de protección.
De pronto, en ese instante de dolor, pánico y desesperación, el cerebro adormece la mente consciente y libera un gran número de endorfinas. No existe el tiempo ni el dolor; no existe nada.
La persona desaparece dentro de sí misma, deja de estar y deja de sentir. Esta respuesta de congelación facilita a menudo la supervivencia, pero es también la puerta hacia el trauma.
Efectos traumáticos asociados a la no reacción ante el peligro
A día de hoy, no abunda en exceso la investigación asociada a la respuesta de congelación en el contexto de una amenaza. Ahora bien, sí contamos con el trabajo realizado en la Universidad Estatal de Florida, desde el que se explican aspectos interesantes.
Para empezar, es muy común que las personas desarrollen estrés postraumático tras esas vivencias en las que apareció la conducta de congelación. Esto es especialmente común en personas que han sufrido violencia sexual. En estos casos, es importante que las víctimas consideren las siguientes realidades:
- No es que no se desee huir o pelear ante situaciones de amenaza y asalto. La ansiedad es tan desproporcionada que es imposible emitir ningún tipo de respuesta ni pensar con claridad.
- A pesar de que es común sentirse culpable o experimentar vergüenza al pensar ideas como “¿por qué no hice nada? ¿por qué no me defendí, grité o escape?” es importante considerar algo. El cerebro tomó una decisión instintiva: la de protegernos. Nosotros no teníamos el control, la parálisis fue algo automático orientado a un fin: sobrevivir.
- Porque, en ocasiones, cuando no es posible huir, podemos acabar perdiendo la vida en la autodefensa. Así que la no acción puede salvarnos la vida y esa es una opción que el cerebro siempre tiene presente.
Tras la experiencia de estas situaciones en las que surge la respuesta de congelación es necesaria la terapia. La víctima debe entender este mecanismo y hablar de lo sucedido para procesarlo y lidiar con todo el peso de las emociones y sentimientos. Toda vivencia adversa debe trabajarse lo antes posible porque los efectos a largo plazo pueden ser devastadores.
Por Valeria Sabater
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